Por Lucía Piossek Prebisch - Para LA GACETA - Tucumán
Ricardo Maliandi nació en La Plata en 1930. Ingresó en la UNLP para estudiar veterinaria, como condición para hacer luego un posgrado en bacteriología. Pero –contaba en una reciente entrevista– en una de las clases de veterinaria, un profesor dijo a sus alumnos que todo estudiante universitario, de cualquier carrera que fuera, no debía dejar de leer el Discurso del método de Descartes. Ricardo, posiblemente el único, le hizo caso y descubrió que eso, la filosofía, era lo que realmente le gustaba. Ingresó así en la Facultad de Humanidades, pero sin abandonar los cursos de veterinaria. Corría durante un buen tiempo –recuerda– de una facultad a otra; pasaba, por ejemplo, de una clase de griego a operar un caballo...
De su carrera de filosofía, Ricardo siempre recordaba a dos profesores: en particular, y con entrañable afecto, a Emilio Estiú, quien comenzó a enseñarle el idioma alemán y le abrió el campo de la filosofía alemana romántica y contemporánea, en el que se movería luego con toda desenvoltura. El otro profesor fue Risieri Frondizi, que lo incitó a especializarse en la ética, en la búsqueda de su fundamentación teórica, más allá de toda metafísica como había enseñado Kant. Así, impulsado por esa doble influencia, Ricardo se doctoró en Alemania, con una tesis sobre la filosofía de los valores de Nikolai Hartmann, uno de los más importantes cultores de la ética, en la primera mitad del siglo XX. Años más tarde conoció a Karl-Otto Apel cuyo pensamiento resultó para él decisivo. Así, haciendo “converger” de un modo personal y originalísimo lo que juzgaba más valioso en Hartmann y en Apel, fue madurando su propia concepción de la ética en cuanto examen razonado de la moral, en la sociedad humana signada como siempre por lo conflictivo. En su teoría de la ética se combinan armoniosamente dos de sus características salientes: la fina sensibilidad para los valores éticos y estéticos y una implacable voluntad de clarificación racional. Precisamente uno de sus libros lleva el título de Volver a la razón, razón a la que le asigna dos funciones básicas: la fundamentación y la crítica.
Ricardo es autor de una serie de libros y estudios que culminan en su Ética convergente, expuesta en tres volúmenes: I. Fenomenología de la conflictividad, II. Aporética de la conflictividad y III. Teoría y práctica de la convergencia, este último aparecido recientemente. Ricardo escritor pareciera haber tomado como consigna el consejo de Ortega: “La claridad es la cortesía del filósofo”. Su prosa carece de todo atisbo de pedantería, de retórica; de esa manía enfermiza tan actual de exhibir una erudición exagerada, a la que el chileno Rojas Mix ha bautizado risueñamente como “citorrea”.
Desafiando una sordera que a otro hubiera obligado a aislarse, Ricardo desarrolló, a lo largo de su vida, y más aún una vez jubilado, una actividad docente muy intensa, en universidades argentinas y extranjeras. Era dueño de una personalidad muy atrayente, rodeada de un cierto aire de distracción que le valió en una época, al menos en un círculo estrecho de amigos, el sobrenombre cariñoso de “Nube propia”. Todos quienes lo conocimos gozamos de su poco común generosidad intelectual, de su afabilidad en el encuentro franco con el otro. Para mí, se va un amigo excepcional. (c) LA GACETA
Lucía Piossek Prebisch - Doctora en Filosofía, profesora emérita de la UNT.